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Arturo Arriagada
Son varias las promesas asociadas al uso de medios sociales online. Desde la democratización de la información y el empoderamiento de ciudadanos y consumidores, hasta la posibilidad de relacionarnos de manera horizontal con autoridades, familiares, amigos, instituciones y empresas. En este contexto, la industria del branding y la publicidad ha encontrado en los denominados “influencers” —micro-celebridades en espacios digitales que promueven el consumo de bienes y servicios— una fuerza laboral de bajo costo. Aunque el negocio puede ser bueno para muchos, también tiene consecuencias sociales que refuerzan desigualdades, a través de la comunicación afectiva de estilos de vida “auténticos” y deseables.
Ya es común terminar bombardeados de ofertas de bienes y servicios luego de hacer una búsqueda en Google. Desde hace un tiempo ese bombardeo ha adquirido un rostro humano. Celebridades, seudo-celebridades, amigos y familiares, pueden aparecer en plataformas como Instagram o YouTube promocionando las cualidades de bienes y servicios sin mayor aviso (o evidencia de que aquello es una promoción pagada o sujeta a canje). No es solo la búsqueda la que nos lleva a esos contenidos, sino la cercanía y el afecto que podemos tener hacia esas personas. Las agencias de branding y publicidad los llaman “influencers”, un término que alude a la posibilidad de influir en las decisiones de potenciales consumidores, a través de la comunicación cercana de los atributos y valores de una marca, bien o servicio. Un término que también esconde una serie de relaciones sociales y económicas entre marcas, agencias, plataformas y creadores de contenido digital, para que la comunicación de los “influencers” parezca lo más natural posible, una comunicación “orgánica” como la definen quienes se dedican a ello.
El branding es una técnica de comunicación a través de la cual se presentan los valores y significados de una marca. Para Adam Arvidsson, sociólogo experto en consumo, las marcas son un tipo distinto de activo basado en el “capital informativo” que poseen, ya que permiten estructurar la vida social de los consumidores al anticipar sus acciones y atribuciones de significados. Por ejemplo, las marcas se hacen parte de nuestra conciencia, anticipando y estructurando las experiencias que tenemos en torno a ellas. Un par de zapatillas Nike nos vincula a experiencias y significados en torno a su uso.
Un aspecto clave del branding es la posibilidad que entregan distintos objetos para la promoción y traducción de los valores de una marca. Desde sitios web, pasando por uniformes corporativos, hasta el diseño de tiendas y espacios físico o virtuales de consumo. Los “influencers” cumplen ese rol, ser los objetos vivos, animados, que transmiten los valores de una marca, así como las cualidades y formas de uso de bienes y servicios en un contexto cotidiano. Un buen influencer es aquel que representa a un consumidor ideal, a través de una comunicación espontánea, auténtica y constante; difuminando las distinciones entre fantasía y realidad, desplegando no solo habilidades técnicas en el uso de tecnologías, sino también culturales para hacer de esta comunicación una performance cotidiana. “Orgánica”, como ellos mismos la definen.
¿Cuáles son las consecuencias que este tipo de comunicación tiene en nuestra vida social y económica? A primera vista es un triunfo para los consumidores, quienes no tienen que bancarse modelos de consumo establecidos, que no siempre representan sus formas y experiencias de consumo. También es un buen negocio para las marcas que encuentran en estos “consumidores ideales” una fuerza laboral cuyo costo es considerablemente más bajo que el de una campaña televisiva. Y para los influencers, esta es una forma de trabajo que les permite transmitir una sensación de libertad en torno al consumo, son emprendedores de sí mismos, sus propias marcas. Si son afortunados, pero también estratégicos, pueden convertir su autenticidad y estilos de vida en ingresos. También contribuyen al funcionamiento de los mercados, promoviendo sus experiencias con bienes y servicios para que los consumidores tomen mejores decisiones. Esto va de la mano con la posibilidad de desplegar posiciones éticas, como la promoción de productos con bajo impacto medioambiental o formas de consumo alejadas de los estereotipos tradicionales de la publicidad masiva, por ejemplo, en torno al cuerpo y los valores femeninos.
Estos triunfos también van acompañados de derrotas que a lo largo del tiempo mueven las barreras de lo que consideramos socialmente aceptable y deseable. La comunicación basada en los afectos que promueven los influenciadores —ese tono feliz y positivo— no siempre da espacio para la crítica y la reflexión en torno a las consecuencias políticas y éticas de las formas de consumo que promueven. El ideal de una comunicación “orgánica” opera en los influencers como una justificación para transar en el mercado del branding y la publicidad una serie de estilos de vida y formas de consumo, que se promueven como auténticas y socialmente deseables; que difuminan la distinción entre lo íntimo y lo público. Es lo que la socióloga Eva Illouz denomina el “capitalismo emocional”. Formas de consumo y estilos de vida comunicados en base al afecto, sujetos a valoración, cuantificación y transacción económica en distintas industrias. En el caso de los influencers, una orquestación de atributos y valores —donde éstos son un actor más de una cadena de valor constituida por agencias, marcas, audiencias y plataformas tecnológicas— que se mueven entre lo auténtico y lo transable, que promueven la igualdad de acceso a bienes y servicios, escondiendo desigualdades que son funcionales a las economías capitalistas. Como aquellas que el dinero no puede comprar para alcanzar la deseable autenticidad.