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Publicado en Ciper Chile el 2 de Abril de 2020
Por Macarena Bonhomme, Arturo Arriagada & Francisco Ibáñez
A comienzos de esta semana, en EE.UU., un grupo de trabajadores independientes que prestan servicios para la aplicación “Instacart” —algo así como la versión gringa de Cornershop— hizo un llamado a huelga con el fin de mejorar sus condiciones laborales: aumento de propinas y pagos por orden entregada, además de cobertura por gastos de salud. “Esto lo hacemos no solo para protegernos nosotros, sino también a nuestros clientes. Si nos enfermamos, de igual forma ellos se van a enfermar”, dijo una trabajadora de la compañía al New York Times (Scheiber y Conger, 2020). Más allá de los efectos del llamado a huelga —a la que se sumaron otros trabajadores de diversas compañías de servicios en ese país— con esta denuncia se hizo visible la vulnerabilidad de miles de trabajadores; la necesidad de sus servicios y, más complejo aún, la moral imperante en tiempos de pandemia. Esto es que, con tal de satisfacer al consumidor, las vidas de algunos valen más que las de otros. Ello no es algo nuevo, pero se ha hecho más visible con esta crisis sanitaria, en la que algunos tienen que exponerse y arriesgar su vida y la de sus familiares para que otros puedan vivir resguardados y tranquilos durante su cuarentena.
Para los trabajadores de aplicaciones, especialmente los llamados “shoppers”, el tele-trabajo que supone la cuarentena no es una opción. Son ellos los que constituyen lo que llamamos “la otra primera línea”. En el caso de Chile, el acceso a cuarentena es solo para aquellos privilegiados que pueden trabajar desde sus casas —como el privilegio que tenemos los que escribimos este artículo— y quienes descansan mayormente en el trabajo de otros que suplen sus necesidades. A partir de una investigación que estamos realizando desde la Universidad Adolfo Ibáñez junto a Fairwork Foundation, en esta columna queremos relevar las subjetividades y condiciones laborales de quienes trabajan para plataformas digitales como Rappi, Pedidos Ya, Uber Eats, Cornershop, entre otras, muchos de ellos migrantes de América Latina y el Caribe.
En el contexto de la crisis actual, creemos fundamental entregar ciertas reflexiones sobre este modelo económico digital que ha transformado las formas de trabajo y que ha ampliado el acceso al mercado laboral de al menos siete millones de trabajadores en el mundo. El estudio que estamos realizando consiste en entrevistas semi-estructuradas a trabajadores y cargos directivos de siete plataformas digitales en Chile, con el fin de evaluar las condiciones laborales sus trabajadores. Este mismo estudio se ha implementado en Reino Unido, Sudáfrica, India y Alemania.
En Chile, los datos disponibles hablan de cerca de 200.000 colaboradores o “socios-conductores” de aplicaciones como Uber o Cabify (1). Esta economía provee de trabajo a quienes por diversas razones han quedado fuera del mercado laboral tradicional; o también da la posibilidad de complementar ingresos para quienes ya tienen un trabajo estable (si es posible hablar de estabilidad en estos momentos de incertidumbre). Sin embargo, la gig economy alerta sobre la creciente precarización, mercantilización y fragmentación del trabajo, traspasando distintos costos desde la “empresa” al “trabajador”. Una situación invisible para los usuarios de estas aplicaciones quienes —obviamente— valoran los bajos precios, la rapidez y la disponibilidad permanente de estos servicios.
Pero la crisis sanitaria del COVID puso sobre la mesa la precariedad de estos trabajadores. En países como Reino Unido, por ejemplo, el Primer Ministro Boris Johnson, declaró recientemente que los trabajadores de plataformas digitales o los llamados “gig workers”, “son los que mantienen los servicios públicos esenciales durante la respuesta al COVID-19”. Sin embargo, como bien resumen Ustek-Spilda et al. (2020), la naturaleza del trabajo de los gig workers es justamente contraria al distanciamiento social al cual llaman las autoridades, porque son quienes tienen que tener contacto directo con espacios públicos y privados: supermercados, locales comerciales, restaurantes y clientes en sus casas. Así, el riesgo de contraer el virus para estos trabajadores es altísimo, en un contexto donde dejar de atender pedidos no constituye una opción, no solo porque estar “inactivos” o rechazar pedidos amenaza su calificación (afectando el flujo de pedidos recibidos —y consiguientemente— sus posibilidades de generar ingresos), sino también porque para muchos esta actividad es la única fuente de ingresos, especialmente en medio de una crisis económica inminente.
La precariedad de estos trabajadores es ‘una situación invisible para los usuarios de estas aplicaciones quienes —obviamente— valoran los bajos precios, la rapidez y la disponibilidad permanente de estos servicios’.
Andrés (profesional, 36 años) trabaja para distintas aplicaciones realizando compras en supermercados y farmacias, las que va a dejar a distintos hogares. “¡Estoy arriesgando el pellejo! Más encima estoy en Vitacura, ¡donde nació el coronavirus! Es súper riesgoso”, nos cuenta. Comenta que a pesar de recibir miles de notificaciones respecto a cómo proceder frente a los usuarios en la entrega de productos (manteniendo una distancia de dos metros, y lavándose las manos con alcohol gel), en la práctica ninguna de las aplicaciones para las que presta servicios le ha entregado mascarillas o guantes, por lo que el riesgo de contraer el virus es inminente, especialmente en los supermercados que hoy están atochados y con colas de más de una hora y media. Si bien los trabajadores reportaron que algunas plataformas entregaban alcohol gel, cuando fueron a buscarlo ya se había agotado. Otros comentan que algunas plataformas recientemente incorporaron la opción de reembolso por la compra de elementos de seguridad, pero dejaban en claro que era algo opcional, desvinculándose de toda responsabilidad.
Andrés tiene un salvoconducto que le permite circular por las calles de Santiago durante la cuarentena obligatoria. Andrés no tiene otra opción que trabajar para mantener a su familia luego de haber quedado cesante hace algunos años. Incluso, ve el coronavirus como una oportunidad para ganar más dinero, dado que la disponibilidad de repartidores ha disminuido, mientras que los pedidos no paran de aumentar con esta crisis. “Yo no puedo dejar de trabajar en esto… pero esto está súper bueno. Si trabajas hasta las 6 de la tarde te puedes hacer unas 50 lucas diarias… por trabajar 8 horas… igual la haces”. Hoy, “colaboradores” como Andrés —quienes no son reconocidos por las aplicaciones a las que prestan servicios como “trabajadores”— se han vuelto indispensables para las personas en cuarentena. Sin embargo, la condición de “independiente” y “no-trabajador” de Andrés, significa estar desprovisto de seguros en caso de accidentes u otros “incidentes”, como le llaman en el rubro, cuyos costos se transfieren exclusivamente a los “colaboradores”.
En el contexto del reciente estallido social producto de las profundas desigualdades que viven cotidianamente muchos en Chile —y ahora con la crisis emergente del COVID-19 a nivel global— resulta urgente investigar las implicancias sociales de la llamada gig economy, un término que hace referencia al tinglado de aplicaciones digitales, las cuales gracias a sus infraestructuras tecnológicas y algorítmicas, juntan oferta con demanda. Desde la posibilidad que alguien haga por ti las compras del supermercado, o lleve a tu casa tu comida favorita, hasta alguien que en sus momentos de ocio puede hacer un pituto transportando pasajeros en su auto. Todo gracias a una aplicación que junta la disposición de quienes quieren ofrecer sus servicios con aquellos interesados en contratarlos.
La gig economy tiene defensores y detractores. Los defensores consideran que estas aplicaciones ofrecen la libertad de trabajar sin horarios, pudiendo complementar ingresos de manera fácil y autónoma. Todo descansa en el esfuerzo y la disposición a trabajar, eliminando barreras culturales en los procesos de selección de personal y la nula necesidad de especialización para quienes prestan servicios. Solo tener tiempo, un teléfono para usar la aplicación y ganas, ya sea para manejar un auto, subirse a una bicicleta y hacer las compras de otros. Además, estas aplicaciones resultan de la capacidad de emprendedores (son pocas las emprendedoras visibles) por detectar nuevas demandas y así innovar en distintos mercados. El ideal meritocrático, dirán algunos.
El riesgo de contraer el virus para estos trabajadores es altísimo, en un contexto donde dejar de atender pedidos no constituye una opción, no solo porque estar ‘inactivos’ o rechazar pedidos amenaza su calificación (afectando el flujo de pedidos recibidos —y consiguientemente— sus posibilidades de generar ingresos), sino también porque para muchos esta actividad es la única fuente de ingresos, especialmente en medio de una crisis económica inminente.
Para los detractores, la gig economy se instaura silenciosamente como una continuación digital del modelo capitalista neoliberal, reproduciendo la precarización del trabajo a través de formas cada vez más sofisticadas e invisibles. Por ejemplo, los “colaboradores” que ofrecen sus servicios en la mayoría de los casos no tienen relación laboral reconocida legalmente —sin contrato, sin pago por horas extras, sin jornada laboral definida, sin seguros de accidentes— con su contraparte. No hay contacto con sus pares, ni jefes o jefas con quienes evaluar su trabajo y buscar mejores formas para hacerlo. Solo una aplicación que define las reglas y condiciones de esta relación, además de las calificaciones de los usuarios que determinan la visibilidad de los colaboradores para futuros pedidos. Una incertidumbre permanente.
Una de las ventajas del gig work son las bajas barreras de entrada que permiten que sectores tradicionalmente excluidos accedan al mercado laboral. Por ejemplo, las y los migrantes, quienes pueden generar ingresos a través de esta vía si cuentan con algún medio de transporte como una bicicleta o moto. Es así como gran parte de los trabajadores de plataformas son migrantes, quienes se convierten en actores funcionales de la gig economy, estando de esta forma más expuestos a condiciones laborales precarias, y que hoy en medio de una pandemia se traducen en un riesgo latente. Para ellos, la confianza en estas formas de trabajo digital se debe principalmente a su condición migratoria y a las limitadas oportunidades de trabajo a las que pueden acceder, especialmente en el caso de indocumentados, y quienes están a la espera de sus visas o permisos de trabajo. Lejos de resolver su precaria situación, las y los migrantes que ingresan a trabajar en estas plataformas, acrecientan su vulnerabilidad producto de relaciones laborales que se caracterizan por vínculos débiles, inciertos o incluso inexistentes entre empleador y empleado. Ello inevitablemente implica una creciente precarización del trabajo y sus remuneraciones. Esta situación no es única en Chile. Recientes estudios en Alemania, India, Sudáfrica, Reino Unido y EE.UU., revelan de manera generalizada abusos y vulneración de derechos laborales, como bajos salarios, horarios laborales extensos no-regulados y altos niveles de estrés por parte de los trabajadores (ver Graham et al., 2017).
‘Yo no puedo dejar de trabajar en esto… pero esto está súper bueno. Si trabajas hasta las 6 de la tarde te puedes hacer unas 50 lucas diarias… por trabajar 8 horas… igual la haces’.
Los trabajadores migrantes con altos índices de vulnerabilidad en el mercado laboral están más dispuestos a trabajar en plataformas digitales y aceptar las condiciones laborales que se les imponen. Para los migrantes indocumentados o con estatus migratorios inciertos, la vida diaria se teje desde diversas estrategias para mantener económicamente a sus familias y/o enviar remesas. De allí que la posibilidad de valerse de un teléfono y una aplicación sea visto como una alternativa atractiva para quienes aún no adquieren un permiso laboral, o no han conseguido trabajo tanto producto de discriminación étnica/“racial” o por no tener carnet al día.
Sin embargo, estos trabajos al poco andar consolidan la vulnerabilidad de quienes los desempeñan, siendo un foco de explotación laboral y abusos por parte de un empleador invisible que no considera las extensas jornadas de trabajo de quienes quieren conseguir un sueldo digno. Aquí la fórmula que rige es “mientras más trabajas, más ganas”, y no existe límite para ello. Suena bien mientras los trabajadores tengan buena salud y no estén expuestos a las múltiples contingencias de la vida cotidiana; pero si se enferman, tienen un accidente, o no pueden trabajar por muchos días por distintos motivos, simplemente no generan ingresos. Y peor aún, corren el riesgo de ser “desactivados” de la plataforma por inactividad. El sistema es perverso, pero su promesa es muy atractiva bajo la idea engañosa de trabajo “independiente”. Para la mayoría de quienes laboran en plataformas, especialmente migrantes, este trabajo constituye su única fuente de ingresos, y por ende, la cuarentena simplemente no es una opción plausible. El riesgo de contagio es inminente bajo un sistema donde no existe un empleador visible, solo protocolos vía notificaciones y una buena publicidad por parte de la prensa.
La nula regulación de estas plataformas legitima el trabajo incierto, inestable y riesgoso, reproduciendo las mismas precariedades de aquellos trabajos a los que acceden migrantes a través del subcontrato (como es el caso de la industria de la construcción) y el trabajo dependiente informal. Sin embargo, en la gig economy la inexistencia de la relación empleador/empleado legitima y consolida estas prácticas. A pesar de la incertidumbre y riesgos asociados a la invisibilidad de la relación empleador-empleado, estos trabajos logran a corto plazo resolver algunas urgencias económicas. El riesgo alternativo, especialmente para migrantes indocumentados, es quedar sometidos a empleadores que restringen cotidianamente sus derechos. En este contexto, las plataformas digitales otorgan la posibilidad de trabajar de forma independiente, y por ende, las y los migrantes se transforman en una mano de obra barata, flexible y altamente sumisa.
Resulta urgente generar marcos regulatorios que se hagan cargo de las precariedades que facilita la gig economy, las cuales adquieren mayor visibilidad en medio de la pandemia que estamos viviendo. Por ahora, una de las plataformas en las que trabaja Andrés le aseguró que habría una compensación en caso de contraer el coronavirus, pero no conoce los detalles respecto al monto y condiciones. Según otros trabajadores, algunas plataformas pagarán a quienes se hayan contagiado, pero ese monto dependerá de los ingresos percibidos anteriormente. Otras plataformas a nivel local solo han definido protocolos de conducta para quienes entregan servicios y pedidos. En otros países, por ejemplo, plataformas como Deliveroo y Uber anunciaron la entrega de apoyo económico por 14 días a quienes enferman, pero la letra chica señala que tal pago es condicional a una licencia; y dado que muchos no pueden tener contacto físico con doctores o ingresar a hospitales si están contagiados (a menos que esté en riesgo sus vidas), no está claro cómo podrán acceder a esos beneficios (Ustek-Spilda et al., 2020).
Aquí la fórmula que rige es ‘mientras más trabajas, más ganas’, y no existe límite para ello. Suena bien mientras los trabajadores tengan buena salud y no estén expuestos a las múltiples contingencias de la vida cotidiana; pero si se enferman, tienen un accidente, o no pueden trabajar por muchos días por distintos motivos, simplemente no generan ingresos. Y peor aún, corren el riesgo de ser “desactivados” de la plataforma por inactividad. El sistema es perverso, pero su promesa es muy atractiva bajo la idea engañosa de trabajo independiente.
En síntesis, es fundamental visibilizar las prácticas y subjetividades de quienes son la fuerza laboral detrás de estas plataformas, las cuales reflejan una serie de desigualdades bajo el lema de la innovación y el emprendimiento. Si bien estas plataformas facilitan la provisión de una serie de servicios necesarios para muchos consumidores, también abren espacios que profundizan las inequidades ya existentes del sistema económico.
El estudio que estamos realizando junto a Fairwork Foundation permitirá rankear las plataformas digitales en Chile en virtud de las condiciones laborales de sus trabajadores. Hasta ahora, lo que se promueve como una relación colaborativa entre plataforma y “colaborador”, no es más que un paso hacia una mayor precarización de las condiciones laborales para quienes necesitan generar ingresos. Si bien no es nada nuevo ver cómo el beneficio y la comodidad de algunos es el sacrificio de otros, al no existir regulación alguna en torno a estas dinámicas laborales, la colaboración se reduce a relaciones asimétricas donde el riesgo solo lo asume quien acepta un pedido en el teléfono. La aparente normalidad de esta situación para los usuarios de estas aplicaciones y los mismos legisladores, solo reduce la posibilidad de pensar colectivamente nuevas formas de colaboración y organización del trabajo que reduzcan las desigualdades que esta pandemia ha hecho más visibles.
Para un mayor detalle sobre la “gig economy” en Chile, revisar el informe de la Cámara Nacional de la Productividad (CNP), “El futuro de las tecnologías disruptivas en Chile”. Disponible aquí.
Graham, M., Lehdonvirta, V., Wood, A., Barnard, H., Hjorth, I., Simon, D.P. (2017) The Risks and Rewards of Online Gig Work At the Global Margins. Oxford Internet Institute, University of Oxford.
Scheiber, N; Conger, K. (2020). “Strikes at Instacart and Amazon Over Coronavirus Health Concerns”. The New York Times, 30 de Marzo, 2020. Disponible aquí.
Ustek-Spilda, F.; Graham, M.; Bertolini, Al.; Katta, S.; Ferrari, F.; Badger, A.; Howson, K. y Neerukonda, M. (2020) “The politics of Covid-19: Gig work in the coronavirus crisis”. Disponible aquí.